17 Oct
17Oct

Leyenda de Coclé - Chigoré y Zaratí, un amor incompreso.

Chigoré, el guapo y bizarro hijo de Turega, señor cuyo caserío se levantaba en el cerro cercano a los territorios de Penonomé, se sentía preso de una gran inquietud. Tal día él y su padre irían hasta la villa de aquel cacique a hacerle una petición de la que dependía su dicha o su desgracia.

El joven estaba enamorado con todas las potencias y sentidos de Zaratí, la linda hija de Nomé y deseaba hacerla su esposa.
Una tarde en que, según su costumbre se hallaba en el río que circundaba el caserío del padre de su amada, vio a ésta por primera vez. Venia conversando con otras compañeras de igual edad y condición. Más, entre todas, ella se destacaba por el encanto de su rostro y la gracia y dignidad de sus maneras.

Despreocupadas las alegres muchachas hablaban de mil cosas, sin sospechar que oídos extraños escuchaban sus palabras. Se contaban entre risas sus coqueteos y conquistas. Chigoré sonreía al oírlas.

Son graciosas y vivas estas mozas, pensó. En cierto momento aguzó el oído lleno de interés.

Estás pensativa esta tarde Zaratí, escuchó que una decía. ¿qué te sucede?

¿qué había de pasarme?

Tal contestó una voz que a Chigoré pareció extraordinariamente musical.

¡No nos engañas! Te conocemos bien. ¡Cuéntanos! ¿No tienes confianza en tus amigas?

¿Pero…qué puedo decirles? No, no, déjenme tranquila.

Las otras no insistieron y siguieron en sus retozos. Se adentraron en el río y sus voces fueron perdiéndose.

Chigoré vio que una de las jóvenes, la llamada Zaratí se quedaba atrás y se sentaba a la orilla del río. Con una mano en la mejilla y la cabeza inclinada, la joven miraba sin ver las aguas juguetonas. A poco una angustia infinita fue reflejándose en su rostro y algo parecido a un sollozo salió de su garganta.

¿Por qué lloraba la hija de Nomé? Pues era ella la que se había quedado sola. Porque joven y bonita, su padre quería casarla con un cacique viejo y feo que habitaba al otro lado de las montañas y a quien ella temía y odiaba con toda su alma.

El momento de desespero pasó, mas Zaratí continuó en su actitud reflexiva sin saber que no muy lejos de ella, Chigoré la miraba embelesado, diciéndose en su interior que jamás había visto una criatura tan linda.

El hijo de Turega quería acercarse, pero temía pasar por indiscreto. No obstante no quería perder la ocasión de presentarse a ella. Ya había oído hablar de Zaratí y de su belleza espléndida, pero jamás había podido conocerla de cerca. Al verla ahora, se dijo que la gente no había exagerado.

Al contrario, la joven era mucho más hermosa de cuanto se había dicho. Armándose de valor, Chigoré caminó unos pasos hacia la joven. El ruido de las pisadas sacó a Zaratí de su abstracción. Pensó que sería una de sus amigas quien venía, mas, al ver que era un hombre, y por añadidura un desconocido, dio un ligero grito y se levantó. Tomó la nagua que había tirado a un lado y envolvió su cuerpo en la tela de colores.

Nada temas, dijo Chigoré.

¿Quién eres?

El hijo de Turega. Mi nombre es Chigoré.

¿Qué buscas aquí?

Acostumbro a venir al río. Mi buena suerte ha hecho que te encontrara. Te he estado observando y vi que llorabas. Deseo serte útil, pero si te molesto, añadió al notar el gesto de contrariedad que se dibujaba en el semblante de Zaratí, me retiraré.

Espera, dijo la muchacha. Las palabras y actitud del extraño la había impresionado favorablemente. ¿Sabes quién soy?

Oí a tus amigas llamarte Zaratí. Supongo que eres la hija de Nomé.

No estás equivocado. Yo…

Así se inició la conversación y así también comenzó el idilio entre Chigoré y Zaratí. Desde esa tarde los jóvenes se vieron a menudo. Y los campos verdes y el cielo estrellado y la luna pálida y el río hermoso en donde se conocieron, fueron testigos de sus apasionadas palabras, de sus juramentos de amor.
Zaratí contó a Chigoré la causa de su pena. Pero afortunadamente, el hombre que había pedido por esposa a la hija de Nomé, había ido a reunirse con los dioses y no vendría a perturbar sus amoríos.

Todas las tardes el joven bajaba a visitar a su amada. Zaratí lo esperaba a la orilla del río. Tomaban la canoa allí guardada y mientras la ligera barca se deslizaba sobre el agua, los dos enamorados muy juntos y muy felices se mecían en las más gratas ilusiones.

Cada día te amo más, Zaratí, decía Chigoré cariñoso. Te necesito como las flores al sol. Quiero que mi padre hable al tuyo. No puedo esperar más tiempo.

Aguarda, aguarda, contestaba ella.

¿Por qué hacerlo? Te quiero, te adoro Zaratí. Te daré todo cuanto deseas. Buscaré tesoros para ti. Abriré tierra, bajaré hasta el fondo de los ríos para buscar el oro que adorne tu hermosura.

Sonreía Zaratí al escuchar tales palabras, pero insistía en que Chigoré debía esperar. La joven temía a su padre. Altivo y orgulloso, Nomé no consentiría que su hija fuera la mujer de un hombre a quien consideraba inferior en rango. En este caso estaba Chigoré para el cacique todopoderoso. Zaratí quería conservar su amor el mayor tiempo posible.

Tanto rogó Chigoré, que al fin Zaratí vencida le dio un plazo para que se presentara ante su padre. El plazo se había cumplido. El momento tan ansiado por el hijo de Turega había llegado.

Con un lujoso acompañamiento salió el joven con su padre hacia los dominios de Nomé. El corazón le latía violentamente, mas, no presentía que los dioses cansados de otorgarle favores habían decidido volverle las espaldas.

La embajada fracasó rotundamente. Nomé, que en un principio había acogido cortésmente a sus vecinos, endureció su semblante al oir la proposición. Un no rotundo echó por tierra de un golpe las esperanzas de Chigoré.

De nada valió que Turega, dejando a un lado su orgullo herido insistiera sobre las causas del rechazo. Nomé contestó desdeñosamente que no tenía por qué dar explicaciones.

La reunión habría terminado de un modo sangriento, porque Turega no era un hombre para aguantarse así como así un ultraje, si el mismo Chigoré a pesar de su dolor inmenso y de su cólera por las despreciativas palabras del padre de su amada, no hubiera apaciguado los ánimos de todos. Su desolación no le impedía comprender que un paso impulsivo podía empeorar las cosas. Más que su padre conocía el poder de Nomé y su fuerza, y deseaba evitar males mayores.

Conteniendo su pena, habló con mesura y dignidad. Impresionado Nomé, reconoció que se había excedido; y si bien no dio disculpas, manifestó al joven alguna benevolencia, pero no cedió. Aún admirando su compostura, su porte noble y lo comedido de su discurso consideraba que no era el marido digno de su hija.

Con todos los honores debido a su rango, que ahora Nomé no escatimó, despidió el cacique a Turega y a Chigoré, mas, sin dar a este último, la más leve esperanza de que pudiera volverse atrás en lo que había dicho. Antes bien le hizo saber que él y su hija no deberían volverse a ver.

Regresó Chigoré a su poblado con la muerte en el alma. En vano su padre trató de animarlo diciéndole que otras mujeres había, mejores y más hermosas que Zaratí, ansiosas de brindarle su amor. El joven no lo atendía. Pensaba en su amada. La idea de que no iba a verla más hacía llorar su corazón.

No intentó un nuevo encuentro. La velada amenaza de Nomé surtió el esfuerzo deseado. Temiendo por Zaratí no osó buscarla nuevamente. Por él mismo no le importaba lo que el teba pudiera hacerle. Era fuerte y valeroso y no le asustaba el dolor físico. Sabía que podía resistirlo sin quejarse. ¿Pero Zaratí….? Su cuerpo delicado, su piel suave no podrían soportar ningún castigo. Se estremeció al pensamiento de que la muchacha a quien amaba tanto fuera maltratada por su culpa. Por esto, aun deseando con toda su alma estar junto a ella, no volvió al río.

Si la pena de Chigoré era inmensa, no era menor la de Zaratí. Pasados los días en que su severo padre no le permitía salir fuera de la casa, se encaminó al lugar donde solía encontrarse con su amante en tiempos más felices. Alimentaba la secreta esperanza de que allí estaría Chigoré. No era así. El joven no apareció y Zaratí creyéndose olvidada, lloraba y suspiraba de dolor. Miraba al cielo lleno de estrellas y preguntaba a la luna, única compañera del olvido, en donde podría encontrar a su pedido amor.

Cierta vez cuando con ojos llorosos se despedía tristemente de los sitios en donde había sido tan dichosa, se encontró en los brazos de Chigoré.

Al fin, al fin, suspiró, vuelvo a verte Chigoré. Creí que ya no me querías.

Zaratí, mi alma y mi vida eres tú. Exactamente. He venido a buscarte. Nos iremos muy lejos donde nadie nos encuentre.

¿Vendrás conmigo?

Quisiera hacerlo….pero….

¿Qué te detiene?

Mi padre….yo… la…La joven tartamudeaba. Lo inesperado de la proposición la había trastornado.

Chigoré la atajó impaciente. Tú no me amas, dijo.
Más que nunca, pero compréndeme.

Te entiendo perfectamente. Si tu amor fuera verdadero nada te detendría.

No, no, estás equivocado, suspiró Zaratí anhelante y a punto de llorar.

No lo creo. Nada debo esperar y me iré de aquí….

¿A dónde?

¡Al lugar de donde no se regresa jamás!

Me espantas Chigoré! Vuelve en ti. Haré lo que quieras.
¿Vendrás conmigo?

¡Sí!

¿Cuándo?

En el momento en que lo dispongas.

¿Dentro de una luna?

Está bien. Me hallarás preparada.

Chigoré estrechó contra su corazón a su amada y se despidió poco después ebrio de dicha.

La tarde fijada para la partida encontró a Chigoré desde muy temprano por los alrededores del río. Por mucho tiempo esperó y esperó. Venía ya la media noche. Brillaban en el cielo los puntitos luminosos de las estrellas; la luna comenzaba a salir de entre las sombras, pero de Zaratí no había ni rastros. La impaciencia vehemente de Chigoré era ya un melancólico y resignado fatalismo. Los mismos dioses se interponían en sus amores. La espera resultaba inútil, Zaratí no vendría. Caminó un rato a lo largo de la orilla del río. Sombríos pensamientos llenaban su cerebro.

¿Para qué quiero la vida, se decía, si no puedo tener lo que deseo? ¿Qué esperar?

Se detuvo y miró atentamente las aguas que con cadenciosos susurros se deslizaban sobre las piedras. Dio unos pasos y nuevamente se detuvo, en ese instante las nubes se apartaron para dar paso a la luna que inundó de una suave claridad todas las cosas. Parado en una piedra, Chigoré destacaba su erguida silueta en la blancura de la noche. Dirigió sus ojos a lo alto en muda imploración. Súbitamente tomó impulso. Las aguas se abrieron para recibir su cuerpo, se unieron después y ya no se vio más el hijo de Turega. Una cutarra olvidada era el único testigo de cuanto había ocurrido.

En la mañana, Zaratí corrió al lugar de la cita a la que no había podido venir. La cutarra abandonada se lo dijo todo.

¡Cumpliste tu palabra Chigoré! Murmuró ¡Te fuiste al lugar de donde no se vuelve!

¡Sé lo que hay en el fondo del río y no te dejaré! ¡Iré a hacerte compañía!

¡Te amo y no permitiré que otras se queden con lo que es mío!

Sus palabras se perdieron en un sollozo, en un grito de desesperación y de dolor. Ella sabía que en el lecho del río existía una ciudad maravillosa con palacios de oro, en donde vivían hermosas y jóvenes mujeres con las que ahora estaría Chigoré. Por eso él no la había esperado.

Sintió una extraña música que parecía venir del corazón de la corriente.

Prestó oído atento. Eran los tonos delicados de una flauta lejana. Sus celos se hicieron más hondos. Miró con odio la superficie líquida iluminada por el sol. Creyó ver las espléndidas moradas en donde jugueteaban las hijas de las aguas enamorando a Chigoré. No vaciló más y fue a reunirse con su amado.

Desde entonces, aquél río que vio nacer y morir los amores de Chigoré y Zaratí, fue llamado con el nombre de la bella e infortunada hija del cacique Nomé.

Su padre Nomé no encontró consuelo, y a la orilla del río se fundo un caserío, los invasores al conocer la historia decian entre ellos ” Aquí Penó Nomé”, y es el nombre del pueblo hasta el dia de hoy.

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