24 Oct
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Henry Morgan: corsario y pirata del Caribe

A partir de su conquista por los ingleses en 1655, Jamaica se convirtió en un nido de corsarios dispuestos a atacar navíos y ciudades españolas. El más célebre de ellos fue el galés Henry Morgan, que saqueó Portobelo, Maracaibo y Panamá.

De corsario a pirata

Las correrías piráticas de Henry Morgan se concentraron en los años 1668-1671. Inicialmente estuvieron alentadas por el gobernador de Jamaica, Modyford, que concedió patentes de corso a bucaneros para atacar los intereses españoles. Pero en 1670 se firmó la paz entre Inglaterra y España, y cuando Morgan volvió de su gran expedición contra Panamá fue arrestado por el nuevo gobernador de Jamaica, Lynch, que lo acusó de piratería.

En la primavera de 1655, una armada inglesa atravesó el Atlántico y se adentró en el mar Caribe. Su objetivo era la isla de La Española (actual Santo Domingo), centro neurálgico del imperio americano de la monarquía española, con la que Inglaterra acababa de entrar en guerra. Pero el asalto a La Española fracasó y los ingleses tuvieron que conformarse con capturar una isla seis veces más pequeña, denominada por los nativos Xaymaca, "la tierra de la madera y el agua". La mitad de los asaltantes ingleses murieron de disentería, pero Jamaica resultó un valioso botín, pues, además de tener madera, agua y enfermedades, se hallaba en el eje de la ruta del tesoro español.

Jamaica, con el enclave de Port Royal al frente, se convertiría en el foco de una hoguera destinada a incendiar las posesiones españolas en América. Y el portador de la antorcha sería un galés llamado Henry Morgan. Nacido en 1635, Morgan procedía de la rama baja de una ilustre familia galesa. En busca de fama, a los 21 años se embarcó en la expedición contra La Española, donde tuvo su bautismo de sangre.

En los años siguientes participó en varios de los numerosos ataques ingleses contra las fortalezas españolas en el Caribe. Estos ataques estaban dirigidos por corsarios, capitanes de navío que habían obtenido del gobierno inglés una patente de corso que les autorizaba a asaltar y saquear barcos o enclaves hispanos. Naturalmente, para los españoles estos corsarios eran simples piratas, y lo cierto es que sus tripulaciones estaban compuestas por aventureros que tenían mucho de bandidos.

Los bucaneros de la isla Tortuga

En 1667, Morgan se asoció con el célebre corsario holandés Mansvelt. Éste era por entonces el líder de los bucaneros de la isla Tortuga, el famoso grupo de forajidos de todas las nacionalidades que desde este islote, al noroeste de Santo Domingo, se dedicaban a asaltar navíos y ciudades portuarias españolas. Mansvelt murió poco después, quizá ejecutado por los españoles, y Morgan lo sucedió como jefe de los bucaneros y de su Hermandad de la Costa.

Fue así como, desde su base jamaicana de Port Royal, "la ciudad más rica y corrupta del mundo" y última parada de criminales y fugitivos, Morgan puso su mirada en las riquezas de las ciudades que jalonaban las costas del Caribe español.

Corría el año 1668 cuando el galés llevó a cabo la primera de las audaces acciones que conformarían su leyenda. Con la excusa de desbaratar un plan español contra Jamaica, Henry Morgan puso rumbo a la plaza fuerte más poderosa del Imperio hispano, tras La Habana y Cartagena de Indias: Portobelo, el puerto del tesoro. Situado en Panamá, Portobelo estaba protegido por la línea de fuego de tres castillos, con una guarnición escasa pero aguerrida. Los 400 bucaneros de Morgan lanzaron un ataque nocturno por sorpresa, y al alba habían tomado el primero de los fuertes mientras que el segundo estaba a punto de caer en sus manos.

Hay que tener en cuenta que los piratas contaban con una mayor capacidad armamentística: sus mosquetes eran más precisos que los arcabuces de las fuerzas españolas, cuyas mejores armas sólo se hacían oír en cielo europeo. Además, los piratas carecían de los escrúpulos de los militares profesionales, como demuestra el hecho de que, en uno de los gestos más controvertidos de su carrera, Morgan emplease mujeres, ancianos, monjas y frailes como escudos humanos para tender las escalas de asalto.

Cuando, de un cañonazo, dos frailes cayeron heridos, no hubo más disparos. Poco después en la torre ondeaba una bandera roja y colgaban los cadáveres de cincuenta soldados españoles ahorcados: señal evidente de que no habría cuartel para los sitiados. En el transcurso de la jornada, el tercer fuerte se acabó rindiendo.

En los días siguientes, Morgan y sus hombres saquearon a conciencia la ciudad. Los habitantes que se resistían a entregar sus riquezas eran torturados despiadadamente. Cuando el gobernador de Panamá se presentó ante Portobelo y amenazó a los piratas con capturarlos y ejecutarlos, Morgan respondió: "Por más que su carta no merezca respuesta, puesto que me tacha de pirata, le escribo estas líneas para rogarle que no tarde en venir. Le aguardamos con sumo placer, y disponemos de pólvora y balas con las que recibirle. Si no viene pronto, nosotros, con el favor de Dios y nuestras armas, iremos a hacerle una visita a Panamá".

De vuelta a Port Royal, los bucaneros invirtieron las cerca de 250.000 piezas de a ocho (reales de plata españoles) obtenidas del saqueo de Portobelo en Kill Devil, un ron capaz de matar al mismísimo diablo. Pero Morgan no descansó mucho tiempo. Pese a la amenaza de una armada enviada contra él por el gobierno español, el marino galés organizó una nueva expedición. Congregó a 900 hombres y citó a la plana mayor de los bucaneros en su cubierta.

Su intención era tomar Cartagena de Indias, el centro del universo español en América y la ciudad más blindada del orbe. Pero esta vez el diablo se puso de parte de los españoles ya que, durante una noche presidida por el ron, el fuego prendió en la santabárbara de la nave, que saltó por los aires. Morgan sobrevivió, pero no así el plan de tomar Cartagena. En su lugar volvió su mirada a otra presa muy apetecible: Maracaibo, en la actual Venezuela.

Batalla naval en Maracaibo

Nadie opuso resistencia cuando la flota corsaria de Morgan penetró en la laguna de Maracaibo. Los piratas saquearon la ciudad, devastada tan sólo dos años antes por el Olonés, el terrible pirata francés. El mismo destino sufrió otra ciudad de la laguna, Gibraltar. Pero mientras los bucaneros se entretenían recogiendo el botín, el almirante de la armada de Barlovento, don Alonso de Campos, ordenó sellar el canal de entrada a la laguna con tres navíos, provistos con un total de 94 cañones. Parecía que los corsarios de Jamaica no tenían escapatoria. Pero Morgan supo mantener la calma y, sobre todo, aguzar el ingenio.

Se le ocurrió, en efecto, convertir un barco mercante en un fingido navío de guerra, simulando cañones por medio de troncos de madera; la embarcación, en realidad, iba cargada de barriles de pólvora. Los bucaneros la condujeron hasta la altura del primer navío español, la engancharon a éste y prendieron las espoletas de la pólvora mientras escapaban en sus botes. El bajel español quedó reducido a cenizas. El segundo navío hispano naufragó al intentar la huida y el tercero fue presa de los piratas.

Durante los siguientes dos años, Morgan permaneció en Jamaica llevando una vida de caballero latifundista. Las autoridades británicas habían dado instrucciones de evitar las acciones de piratería contra los españoles, y el galés debió suspender su actividad corsaria. Pero a finales de 1670, como represalia a un ataque de un corsario español, Morgan preparó una nueva expedición.

Y nuevamente Panamá..

Su objetivo esta vez era nuevamente Panamá, la "sala de máquinas" del Imperio español. La noticia se difundió por todo el Caribe y cientos de bucaneros acudieron al punto de encuentro que había fijado el corsario galés, en el sur de la isla Tortuga. Allí se congregaron cincuenta naves y 1.500 piratas, además de una hechicera: la armada pirata más colosal de la historia de las Indias Occidentales.

Golpe al corazón del imperio

Los navíos de Morgan recalaron en la desembocadura del río Chagres, en el istmo de Panamá, donde conquistaron una fortaleza española. A continuación, los bucaneros debían cruzar a pie el istmo para llegar a la costa del Pacífico, donde estaba Panamá. Durante diez días atravesaron montes, ríos y pantanos, padeciendo hambre, enfermedades, emboscadas... Finalmente se ofreció ante su vista el perfil de la ciudad de Panamá, una de las más ricas y prósperas de la América española. Estaba defendida por 1.200 soldados de infantería y 400 de caballería, bajo el mando de don Juan Pérez de Guzmán.

Morgan entendió que sus hombres, cansados por la travesía, poco podían hacer en un choque frontal y resolvió atacar por el lado menos previsto. Las fuerzas panameñas salieron en su persecución pero sufrieron una devastadora descarga de proyectiles. El plan secreto de los defensores, consistente en lanzar una manada de bueyes en estampida, no hizo sino aumentar el desconcierto.

Vencida la resistencia extramuros, los bucaneros lograron entrar en la ciudad y tras unas horas de lucha en las calles se hicieron con su control. Pero entretanto se declaró un devastador incendio, no se sabe si por orden de Morgan, por orden del gobernador español o por accidente. El Panamá Viejo ardió hasta sus cimientos; tras la marcha de Morgan la ciudad se debió reconstruir en un nuevo emplazamiento.

Morgan y sus hombres permanecieron tres semanas en Panamá, dedicadas, como de costumbre, a amasar botín. Sin embargo, el gobernador español había tenido la previsión de cargar todo el oro y la plata en barcos con rumbo a España, y aunque el botín no fue pequeño, muchos bucaneros se sintieron estafados en el reparto final y se quejaron de que habían ganado menos que en el ataque contra Portobelo. Además, Morgan partió con algunos fieles, abandonando al resto de piratas en el río Chagres.

Las cosas habían ido demasiado lejos, y quizá lo más beneficioso para Morgan fue que al volver a Jamaica fuera arrestado y enviado a Inglaterra para ser juzgado como pirata. Nada tenía que temer. Allí fue recibido como un héroe popular, y, una vez absuelto de los cargos, Carlos II lo nombró sir y lo envió de vuelta a Jamaica como gobernador de la isla. Renegando de su antigua condición, empleó el resto de su vida en luchar sin cuartel contra la piratería.

Con la dispersión de los aventureros de Jamaica y de Tortuga se ponía fin a un modo excesivo de entender la vida. Morgan, que había pasado la suya buscando la muerte entre el sonido de los cañones y el chocar del acero, la encontró en la serenidad de su hogar. Rara muerte para quien es considerado el mayor de los bucaneros.

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