El papel de la Mujer en la Guerra de los Mil Días
A ciento catorce años del vil asesinato del cholo guerrillero Victoriano Lorenzo y del atropello, persecución y muerte contra las mujeres que empuñaron la causa, un justo reconocimiento a ellas; como a las que abrazaron la lucha nacional, democrática, social y popular; y a todas las que participaron en los diversos frentes en la Guerra de los Mil Días.
Justo reconocimiento, también a aquellas mujeres que en las diversas etapas de la historia panameña han participado de nuestras luchas sociales, entre otras, a Rufina Alfaro, Sara Sotillo, Clara González de Behringer, Felicia Santizo, Gumercinda Páez, Amelia Denis de Icaza, Delia Bejarano de Atencio «Mama-Chi», Rosa Elena Landecho, Diana Morán, Thelma King.
El legado de estas mujeres debe servir de fuente de inspiración para todos los panameños y panameñas que creen en la necesidad de construir su propia alternativa de transformación social. Ellas nos demostraron que la dignidad y los principios no mueren, se mantienen en alto, aunque ello cueste la vida misma. Como dijera el cholo Victoriano Lorenzo, “...mujeres como ustedes son las que necesita la revolución, ¡carajo!”.
Estas sufridas y valientes mujeres calificadas con el apodo de “las juanas, las cholas o las rabonas” aportaron valiosos servicios a los contendientes en la Guerra de los Mil Días. Cuando la guerra civil se recrudeció, muchas mujeres marcharon a la retaguardia de las tropas guerrilleras y regulares y otras al frente de batalla, motivadas en su mayor parte por seguir al hombre que amaban o para no sentirse abandonadas en el hogar.
“Muchos fueron sus roles en esa contienda: las que marcharon con su marido porque temían el desamparo, el abandono, las represalias y el riesgo de quedarse solas; las que asumieron la aventura para seguir al amante, las que ofrecieron apoyo económico y logístico, las que organizaron redes de postas y de espías (que las hubo de todos los rangos sociales), las que convirtieron su casa en hospital de sangre, las que animaron a sus hombres y se resignaron a verlos partir y, finalmente, aquellas que se enrolaron en las fuerzas contendoras con la esperanza de recibir un arma, ser llamadas a combate y entrar en acción.”
Las redes de transmisión de informaciones alertaban a las tropas indígenas sobre el acercamiento del enemigo y llevaban y traían órdenes militares. Con el amplio conocimiento que poseían sobre la geografía de la región, las campesinas y las indígenas establecieron eficientes sistemas de correo y de postas. En un cerco que los guerrilleros de Victoriano Lorenzo aplicaron a las fuerzas gubernamentales concentradas en Penonomé (noviembre de 1901), salió a relucir una potente arma psicológica de comunicación, que las tropas gobiernistas no estaban acostumbradas a enfrentar: los sonidos guturales y silbidos que asemejaban ruidos de aves canoras, buhos y de felinos salvajes. Estas armas mantuvieron nerviosos a los godos y les impidieron conciliar el sueño. El “ja-ú- a”, “auu” “cui cui” y “uh uh” fueron algunos de los gritos y alaridos que intimidaron sicológicamente a las tropas gubernamentales y las mantuvieron en jaque durante varias noches.
Entre cerros y montañas los sonidos guturales eran códigos de comunicación familiares para las cholas que podían interpretarlos y retransmitirlos hasta otros lugares de las montañas. Estos sonidos guturales que en algunos casos trasmitían saludos, avisos de gentes extrañas y mandatos para la toma de acción, que podían generar estados anímicos de miedo o regocijo se encuentran incorporados en el folclor musical de muchas comunidades campesinas. En los cantos vernáculos como cumbias, mejoranas, décimas, encontramos rastros de estas modulaciones de voz (salomas) que, aunque no pronuncian palabras alguna, expresan estados de ánimo, sentimientos, plegarias.
No sólo podían interpretar los códigos de comunicación transmitidos con silbidos y ruidos guturales sino que también podían interpretar los emitidos con señales de humo, toques de piedras, toques con caracoles y señales con banderolas.
También, como parte integrante del sistema de envío y recepción de información, las mujeres indígenas y pueblerinas escondían entre sus enaguas cartas, órdenes militares, armas, medicinas, y hasta llegaron a incursionar en los campamentos de las tropas enemigas para recabar información militar, usaban sus encantos para atraer a los soldados y extraerles información de carácter militar. La labor de espías que desarrollaron permitió en varias ocasiones que las tropas insurgentes conocieran con anticipación los movimientos que iban a realizar las tropas del gobierno. Testimonia el Dr. Belisario Porras de que antes de que se produjera la batalla del Puente de Calidonia una hija del General Benjamín Ruiz se desplazó desde la ciudad de Panamá hacia Corozal para informarle al General Emiliano Herrera sobre la desmoralización que existía en las tropas conservadoras que estaban en Panamá y le sugirió atacar inmediatamente.
Mujeres coclesanas como Antonia Amador y Luduvina Pascual, son recordadas por Jacobo Alzamora como excelentes informadoras que, poniendo en riesgo sus vidas, realizaron importantes aportes para la causa de las tropas guerrilleras. Ellas se infiltraban dentro de los campamentos de las tropas gubernamentales presentándose como mujeres alegres y en el fragor de la diversión embriagaban a los soldados y sutilmente les extraían información de carácter logístico o militar.
La actividad informadora no fue exclusiva de los liberales, también las fuerzas conservadoras tuvieron eficientes espías, las cuales se convirtieron en ojos y oídos del gobierno. Las “sapas”(delatoras) vigilaban las casas de los insurgentes y tomaban notas de las personas que salían y entraban. Luego, a escondidas enviaban a algún pariente a las oficinas gubernamentales para que con esta información las autoridades pudieran actuar contra los denunciados.
Otras mujeres desempeñaron papeles más activos en la guerra civil, llegando algunas a intervenir en los frentes de batallas y a tener bajo su mando a un pelotón de combatientes varones, y escalar grados militares desde simples soldados hasta Capitanas. Siendo las mujeres el sector social más explotado, oprimido y marginado en la época de la guerra civil, es muy poca la información que sobre ellas aparecía en la información oficial.
Sin embargo, era muy común que se observaran a éstas combatientes liberales limpiando rifles y carabinas en los campamentos. Además, al término de las batallas, éstas se encargaban de retirar heridos, recolectar balas, casquillos y alimentos que quedaban tirados en los campos de batalla. No existen indicios de que hayan existido batallones formados por puras mujeres. Tal fue el caso de Ester Quintero, Capitana de las fuerzas Restauradoras, quien en una de las batallas efectuada en Honda, Colombia, increpó la cobardía mostrada por los insurgentes para proseguir la batalla y se lanzó con un grupo de insurgentes y atacó de frente a las fuerzas gubernamentales, muriendo en el intento de desalojar de sus trincheras a los fuerzas enemigas.
La vida de las mujeres combatientes en la guerra civil de los Mil Días contiene un ingrediente dramático adicional, digno de admiración y respeto: el tener que combatir en estado de gravidez. Cuenta la leyenda que la Capitana Teresa Otálora Manrique, que combatió bajo las órdenes de los jefes guerrilleros Cesáreo Pulido Sánchez y del “negro” Marín, que a pesar de su embarazo se mantuvo sin declinar combatiendo a las tropas gubernamentales y que inclusive cargaba a su recién nacido en los feroces combates que se escenificaron. En las memorias que dejó escrita esta admirable mujer, relatos que escribió desde la cárcel, describió uno de los episodios dramáticos en los que más cerca estuvo de perder su vida y la de su hijo.
Algunas sobrevivientes de esta guerra cuentan que algunas veces tuvieron que dar a luz en un rinconcito del campamento y, en otras ocasiones, en cuevas ubicadas en las montañas. En otros casos, tenían que abandonar la tropa y quedarse en alguna ranchería y obtener los servicios de una partera del lugar.
Al repasar la lista de los pocos nombres de mujeres guerrilleras que la historiografía ha podido rescatar, el de Inés Melgar, segundo jefe del batallón Gaitán de Panamá y el de la teniente Catalina Sigurbia, alias “la negra Liboria”, resaltan junto a otras mujeres combativas que escribieron páginas heroicas en la Guerra de los Mil Días.
Cuando se nombran a los elementos que se incorporaron a las fuerzas de Victoriano Lorenzo, pasa casi inadvertida el nombre de la Negra Liboria. Sin embargo, es una de las pocas mujeres que son mencionadas en las memorias de algunos de los combatientes y de la población de comunidades campesinas en la guerra civil que se desarrolló en Panamá, como elemento femenino que empuñó las armas al lado de los combatientes varones. Algunos la recuerdan combatiendo ferozmente en el combate de Puerto Gago, tanto encima de su caballo como dentro de las trincheras de piedras. Hasta las propias tropas conservadoras reconocieron la ferocidad con que peleaba.
Y qué decir de Josefa, la esposa del Dr. Carlos A. Mendoza y de Carmen, esposa del General Paulo Emilio Obregón, quienes cargaban sus fusiles para todo lado y en los combates demostraron poseer similar valor que los mostrados por los soldados varones.
Las cholas realizaban labores que abarcaban un número variado de actividades, listándose entre éstas: retirar heridos de los campos de batalla, curar a los heridos, cocinar, lavar las ropas de los combatientes, recolectar cosechas, cuidar y alimentar ganado y aves comestibles, preparar brebajes para la cura de enfermedades como el paludismo, la malaria, el tifo, la viruela, etc. Inclusive, algunas llegaron a participar en la construcción de trincheras de piedra, transportando y apilando gran cantidad de piedras.
Algunas vivían prácticamente dentro del campamento. Tal es el caso de las cholas que se encargaban de lavar la ropa en el cuartel general La Negrita. Utilizando fibras y hojas generaban los detergentes que facilitaban el extraerles el sudor y mugre a la ropa de los combatientes. Estas mujeres eran protegidas por las tropas varoniles indígenas con el fin de defenderlas en caso de un ataque sorpresivo de las tropas conservadoras. A los hombres se les prohibía penetrar en la zona de las lavanderas.
Existieron muchos casos en que se vieron a estas cholas introducirse al área de combate en medio de las balas buscando a sus esposos entre los combatientes que estaban tirados en el campo, y a veces los hallaban ya muertos, o respirando y quejándose de las heridas y entonces tomaban un pedazo de lienzo o tiras de su falda para vendar las heridas de su amado. Cuentan que en algunas ocasiones cuando les era imposible trasladar al herido para prestarle los auxilios médicos requeridos, pedían auxilio en el campo enemigo.
A los que ya encontraban hechos cadáveres, le daban cristiana sepultura en las zonas aledañas al campo de batalla. Pero, en la mayoría de los casos, el cadáver quedaba a la interperie debido a que ellas no podían trasladarlos a sus lugares de origen, o simplemente porque no contaban con la condición física que se requiere para transportar o cargar un cadáver. En Campo Trinchera pueden apreciarse algunos montículos de tierra y piedras que dan la impresión de que corresponden a tumbas de combatientes caídos en ese campamento.
Algunas “cholas” se hicieron famosas en la guerra puesto que se encargaron de servir de cocineras a las tropas y se esmeraron por mitigar el hambre de los combatientes. La Sra. Regina Rodríguez, en entrevista que se le hizo en Piedras Gorda, Chitra, en 1997, testimonia que conoció personalmente a Victoriano Lorenzo y que “su madrina, la Sra. Vicenta García fue la cocinera de la tropa.”
También, Clementina Rodríguez Quirós testimonia que desde los 9 años se desempeñó como ayudante de cocinera en varios campamentos de las tropas de Victoriano. A los 111 años, relataba desde la Pintada, Coclé, el 16 de mayo de 2003, que ella y una vecina llamada Angélica Martínez dos días a la semana transportaban hasta un campamento en la comunidad de Marica Abajo, Los Uveros de Penonomé, una jaba (motete) llena de verduras, legumbres y carne de gallina. Describe que los utensilios que utilizaban normalmente para servir los alimentos consistían en platos de madera, hojas de plátano, o totuma (vasija hecha con fruto del totumo). De este mismo material cortaban tiras para hacer cucharas.
Una de las anécdotas sobre el papel de las cocineras en la Guerra de los Mil Días y que los cholos han conservado en sus narraciones orales es el suceso acaecido en uno de los campamentos de los guerrilleros ubicados en la zona de Campo Trinchera. Esta anécdota fue rescatada por un estudioso oriundo de Coclé llamado Hernán Cárdenas.
Cuentan que en una ocasión los guerrilleros que estaban en un campamento se vieron una noche amenazados por la presencia de un numeroso contingente de elementos del ejército del gobierno y que optaron por abandonar el lugar para evitar efectuar un combate en condiciones adversas. Que cuando al siguiente día se apersonó Victoriano Lorenzo a El Asiento, lugar donde se preparaban los alimentos, para verificar las condiciones existentes, sólo se topó con la presencia de las cocineras. La amenaza de las tropas gubernamentales sólo había quedado en un simple amague. Una de ellas, Petra Virginia de Araúz, se dirigió a Victoriano y le habló orgullosamente en los siguientes términos: “General, todos los hombres han escapado pero nosotros estamos aquí, firmes con usted y con la comida preparada”. El estallido de orgullo, valor y lealtad -mostrado por estas mujeres penetró profundamente en el alma de Victoriano quien en un gesto de generosidad y reconocimiento que sólo lo hacen los grandes líderes, les obsequió a cada una 20 pesos y les regaló uno de los más hermosas frases salidas de su boca:, diciéndoles: “Tomen mujeres estos 20 pesos, mujeres como ustedes son los que necesita la revolución, ¡carajo¡”.
Si bien el General Victoriano Lorenzo siempre fue amable, respetuoso y amigable con las cocineras, no menos cierto es que tomaba sus precauciones para evitar que existieran nuevos intentos de envenenarlo a través de los alimentos. En una ocasión una de las muchachas que participaba en la elaboración de sus alimentos, contratada por uno de los oficiales del ejército conservador, intentó envenenarlo. Al descubrir Victoriano a la culpable, mandó a que simplemente se le azotara, aunque por el delito que había cometido se merecía un castigo más fuerte.
Petita Hoyos, Georgina Aguilar, Vicenta García, Clementina Rodríguez Quirós y Angélica Martínez, Petra Virginia de Araúz, Carmelita Madrid, por mencionar a unas cuantas, no sólo desempeñaron la labor de cocineras sino que muchas veces la hicieron de enfermeras.
El rancho también se transformaba en un área de trabajo, donde ellas asumían la responsabilidad de dirigir el trabajo de las artesanías y de la confección de sombreros de fibras y juncos, mantas y cobijas. Luego, mediante largas caminatas lograban llegar a los centros comerciales donde solían venderlos o utilizarlos como trueque. A veces, estas eran las únicas actividades que le reportaban algunas monedas que inmediatamente utilizaban para surtir algunas mercancías de consumo básico.
Hay que resaltar que, a las precarias condiciones económicas en que tenían que sobrevivir las cholas se añadían las condiciones de insalubridad en la que tenían que realizar sus partos y que sólo contaban con la ayuda de alguna amiga de la comunidad, o en el mejor de los casos, de la comadrona o partera, que no contaba con los instrumentos quirúrgicos ni el material adecuado ni suficiente para garantizar un alumbramiento libre de riesgos.
La movilidad constante de los guerrilleros, los impulsaba a atravesar por rancherías y comunidades, donde a su paso las mujeres les ofrecían tortillas, pan, yuca sancochada, carne salada, chicha fuerte, aguardiente, chicheme, café, sancochos, tabacos, patacones, pixbaes, café de olla, bollos de maíz nuevo, sopa de zapallo, ñame y otoe, empanadas, etc. En otros casos, abastecían de alimentos y municiones las huacas de los guerrilleros. En aquel entonces se denominaba guaca a un hoyo oculto hecho en la tierra o en una piedra, que era utilizado generalmente para esconder balas y bolsitas de pólvora. En estas guacas no solamente se almacenaban municiones sino también alimentos.
En muchas ocasiones fueron víctimas de represalias por parte de las tropas gubernamentales, quienes al constatar que sus maridos o hermanos se habían unido a los insurgentes, arrasaban con sus alimentos y abusaban sexualmente de ellas.
Las tropas gubernamentales no sólo despojaban a las cholas de sus terrenos y sembradíos sino que, también, existieron casos en que golpearon a estas mujeres con la huasca (ramal de cuero, cuerda o soga que sirve de látigo para azotar a los caballos), con la hoja del sable o del machete (planera), con el propósito de que confesaran si habían dado recientemente hospedaje a algunos de los insurgentes a los que perseguían, o para extraerle información sobre el paradero de sus parientes y de sus vecinos. En casos concretos, como fue la toma del caserío (El Cacao) en el que vivía Victoriano Lorenzo, los soldados gubernamentales golpearon y violaron a las mujeres y niñas de ese caserío.
La Guerra de los Mil Días produjo en una gran cantidad de mujeres daños psicológicos sumamente serios. Algunas mujeres que quedaron viudas habrían de decidir ingresar a un convento y dedicarse a ser monjas. Otras, no pudieron soportar la desaparición física de su pareja y sufrieron trastornos mentales. A otras el impacto de la desaparición del esposo las condujo al encuentro con la muerte. Tal fue el caso de la esposa de Victoriano Lorenzo (Lorenza Ibarra), que al recibir la noticia del fusilamiento del caudillo se encerró en su choza y murió de cabanga.
En conclusión, la Guerra de los Mil Días no se desarrolló exclusivamente con la presencia de hombres patriotas, sino que también tuvo como ingrediente importante la presencia de las mujeres. Aunque la historiografía ha ignorando por años sus aportes en este período histórico, nosotros creemos que el mejor homenaje que podemos rendirle a estas mujeres es dando a conocer a las nuevas generaciones algunas pinceladas sobre los roles y papeles que jugaron en este sangriento conflicto. Rescatar para la memoria histórica el valioso aporte de estas mujeres es un compromiso de todos aquellos que se preocupan seriamente por entender la evolución de las condiciones políticas y económicas que han marcado el camino de la mujer de hoy en día.