UNA HISTORIA PARA RECORDAR...
Cuando los panameños fueron la inmigración no deseada
En el mes de agosto de 1988, el Departamento de Migración canadiense recibió unas 800 aplicaciones de ciudadanos panameños para la residencia permanente en este país. La oleada de migrantes panameños solo empezaba.
Un gobierno desgastado, con su legitimidad cuestionada pero aferrado al poder. Una población desconfiada, decidida a hacerle difícil gobernar.
En los últimos años de la década del 80, Panamá atravesaba una situación similar a la que hoy confronta el hermano país de Venezuela y México.
Las experiencias de este grupo de panameños, especialmente los que miraron hacia Canadá como destino, recogidas en los periódicos de la época, han llegado a nosotros a través de la señora Alicia de Wong, quien, buscando entre cajas olvidadas en un armario de su casa, encontró un folder cargado de recortes de diarios canadienses.
Estos rememoran los duros momentos vividos por el numeroso grupo de nacionales que decidió dejar su historia, amigos y parientes para irse a un país con una cultura, clima y costumbres muy diferentes.
UNA CRISIS
A finales de la década de 1970 y principios de 1980, Panamá parecía ser un oasis en medio de una Centroamérica convertida en un campo de batalla. Pero en 1985, las cosas empezaron a cambiar. El horrible asesinato del doctor Hugo Spadafora, cuyo cuerpo decapitado fue encontrado en la frontera con Costa Rica, puso de manifiesto el creciente descontento hacia un régimen militar desgastado.
Los problemas venían de atrás. Habían empezado, tal vez, en 1984, tal vez antes, por el arrastre de un gobierno anquilosado en el poder desde 1968; se agravaron en ese año 1985 y dieron paso a la llamada ‘crisis’, exactamente el 1 de junio de 1987, cuando una de las hasta entonces figuras centrales del régimen, el coronel Roberto Diaz Herrera, acusó a su exjefe y amigo el general Manuel Antonio Noriega, de artífice del crimen de Spadafora y del ‘accidente’ del mismo general Omar Torrijos Herrera. También, aseguró el coronel, Noriega lideraba una red de tráfico de drogas y había ordenado el fraude de las elecciones de 1984.
En medio de protestas continuas, azuzadas por los norteamericanos deseosos de salir de Noriega, el entonces presidente estadounidense Ronald Reagan congeló los fondos del gobierno panameño en bancos norteamericanos, llevando al país al colapso económico.
Tal como los dominós sobre la mesa, la desconfianza en el sistema llevó al retiro masivo de efectivo del centro bancario panameño, lo que obligó a los bancos a congelar sus cuentas, lo que, a su vez, provocó la disminución del circulante y, por ello, el cierre de centenares de medianas y pequeñas empresas. El producto interno bruto se redujo en apenas uno meses a la mitad.
‘En lugar de dinero, cada quincena yo recibía 250 bandejas de pollo’, recuerda Ernesto, entonces gerente de una empresa avícola, confrontado con la inusitada necesidad de hacer trueque con sus vecinos y familiares.
Otros recuerdan a parientes con títulos universitarios que tuvieron que ponerse a vender verduras en la calle.
No solo se trataba de dificultades económicas, sino de lidiar con el doloroso sistema represivo usado por el grupúsculo armado para mantener a raya a una mayoría de la población.
Personas sin inquietudes políticas fueron enviadas a Coiba y torturadas. Muchos ciudadanos que participaron en manifestaciones fueron heridos.
En medio de la situación, hay recuerdos que resultan hilarantes, como el de Rebeca, entonces de 15 años, quien recuerda haber visto una noche a su papá haciendo serios esfuerzos para convencer a un oficial de policía de que los rollos de papel higiénico blanco que tenía en el carro eran para uso familiar y no para la manifestación.
Pero si la situación era agónica, lo más duro eran las pocas esperanzas de cambio. El ejemplo era Cuba, con 30 años de experimentar una ‘situación especial’. Muchos desesperaban, temiendo lo peor.
MIGRANTES
Uno de los que decidió irse muy lejos fue Roberto, un electricista de treinta años, padre de tres hijos, quien decidió aventurarse a Canadá. Estaba dispuesto a lavar carros, barrer calles o lavar platos, ‘lo que fuera, con tal de ganar dinero para mantener a mi familia’.
Como Roberto, entre julio y septiembre del año 1988, unos mil 700 panameños, entre ellos doctores, ingenieros, hombres de negocio, contadores y otros profesionales de clase media, eligieron a Canadá como destino.
La ventaja de Canadá era que, a diferencia de Estados Unidos, que tenía un sistema estricto para la concesión de visas, Canadá solo requería de un pasaporte vigente.
Esta flexibilidad para la entrada, unido a la promoción activa y hasta engañosa de algunas agencias de viaje, convirtieron a Canadá en un destino tan popular, que nuestros nacionales, no dados a emigrar de forma masiva, constituyeron la mayor ola migratoria que recibía este Canadá desde finales de los 60.
La avalancha de visitantes provocó la curiosidad de los canadienses, cuyos diarios, principalmente los de las ciudades de Otawa y Montreal, reportaban periódicamente sobre la presencia panameña y las situaciones que esto suscitaba.
Uno de los artículos periodísticos encontrados por Wong da cuenta de la desesperación de los funcionarios de inmigración del aeropuerto de Dorval, en Montreal, quienes solo en el mes de agosto de 1988 recibieron unas 800 peticiones de estadía permanente.
No se trataba de solicitudes de papel, tramitadas con tiempo. Eran los mismos pasajeros, ya pisando suelo canadiense, quienes se agolpaban cada noche en los mostradores del aeropuerto, en grupos de 20, 30, o 40, tras llegar en el vuelo nocturno de la aerolínea Delta.
Pero si el mes de agosto fue duro para los funcionarios del aeropuerto, en septiembre se puso peor. El sábado 3, llegaron 61 panameños pidiendo ser acogidos. El domingo 4, fueron 84. La siguiente noche se recibieron 105.
Aquel lunes 5 de septiembre, los funcionarios estaban agotados. Eran ya las 5 de la mañana y solo llevaban 83 solicitudes. Los empleados de inmigración decidieron detener las entrevistas. El resto de los viajeros fue enviado en un bus a un centro de prevención donde tuvieron que pasar la noche. Como presos.
El diario The Gazette, de Otawa, describía a los inmigrantes panameños como personas de clase media, mayormente entre los 25 y los 30 años.
‘La mayoría llega con sus familias y pocos tienen dinero’, prosigue.
El artículo también menciona con curiosidad que eran personas bien acicaladas, de buenos modales y llevaban ropa no necesariamente nueva, pero sí con marcas como Raph Lauren y otras similares.
Para ellos, no acostumbrados a pasar esos trabajos, enfrentarse con las autoridades de inmigración era apenas el primer vaso de agua fría que se les arrojaba encima.
Aunque bien preparados académica y profesionalmente, los inmigrantes no podían trabajar mientras no solucionaran el limbo legal en que se encontraban: para obtener su permiso de estadía debían acogerse a la figura legal de refugiados, sin embargo, para ganar este reconocimiento no bastaba con relatar los sufrimientos que experimentaban en su país de origen. Debían demostrar que eran perseguidos políticos, que en su país enfrentaban el riesgo de ser encarcelados, torturados o asesinados.
La mayoría no cumplía con esta condición. Y las autoridades canadienses lo sabían.
Muchos que solo habían participado en manifestaciones, se sintieron obligados a mentir y exagerar su historia ante las autoridades: se les había encarcelado, torturado, amenazado, dijeron algunos.
Pero aun mintiendo y exagerando el proceso de obtención del permiso de estadía les parecía interminable. Podía durar desde unos pocos meses hasta 2 años.
El Toronto Star del octubre 11, relata la historia de dos inmigrantes, Eric, médico de 26 años y Lynette, de 23, quienes, mientras esperaban a que se le ‘arreglaran los papeles’, pasaban hambre en esta ciudad, y debían vivir de la caridad, pidiendo ayuda a sus compatriotas o a los mismos canadienses.
La situación fue aprovechada por la oposición del gobierno canadiense para criticar las decisiones de las autoridades. Entre las críticas, la abogada canadiense Barbara Jackman declaró a la prensa que se estaba sometiendo a los panameños “a una tortura”.
Pero poco se podía hacer. Eran apenas números más en un sistema copado. Su arribo coincidía con un atasco del Departamento de Migración, que cumulaba ya previamente 59 mil peticiones de asilo para ciudadanos de países como Brazil, Fiji, Turkía, Honduras, Bolivia, Mauricio, Gambia y Sierra Leona.
Mientras los panameños seguían llegando, las fuertes críticas de la oposición política y los continuos reportes de la prensa en momentos en que se aproximaban las elecciones, obligaron al Gabinete a tomar una decisión: el 7 de septiembre se determinó que solo podían entrar en Canadá quienes tuvieran visa.
La decisión fue comunicada a los aeropuertos internacionales esa misma tarde. Pero muchos de los viajeros ya se encontraban en camino, algunos de ellos de paso, en el aeropuerto de Miami.
Entre estos se encontraban Reynaldo Miranda, de 27 años, y su esposa, Ariadna Miranda, de 25 años, con su hijo de tres años, Reynaldo, quienes habían vendido todos sus bienes para irse al Norte. Habían llegado a Miami en el vuelo Delta 214, con destino final Canadá. Con ellos viajaban 11 panameños más. El grupo de 13 pasajeros terminó de pasar por el proceso migratorio en el aeropuerto de Miami a las 2:45. A las 3 llegaba la noticia.
Fueron los últimos solicitantes de estatus de refugiados que pudieron entrar a Canadá sin visa.
Mientras tanto, otro grupo de pasajeros llegaba a Miami, en otro vuelo Delta procedente del Istmo. A ellos sí se les impidió continuar su viaje. ¿Por qué? No entendían qué pasaba.
“El gobierno canadiense les ha prohibido entrar sin visa”, se les dijo.
Pero en Panamá no había consulado canadiense. ¿Dónde la obtendrían? Debían viajar Costa Rica. Era la única manera.
En 1989, cuando Estados Unidos invadió a Panamá, muchos de los migrantes no habían obtenido todavía su permiso de estadía permanente. La mayoría de ellos optó por volver a su país, pero muchos que sí lograron su estatus de migrantes hicieron de Canadá su nuevo hogar.