La independencia de España, el fin de una era de privilegios
En su obra ‘Bosquejos de la Vida Colonial’, doña Matilde de Mallet consideró esta significativa fecha como el inicio de la decadencia de las costumbres
Como toda dama de su época y de su clase social, Doña Pepilla prestaba particular atención a su cuidado personal. En especial, a sus manos, que habían sido objeto de admiración y reconocimiento desde que era apenas una niña. Su delicada belleza fue motivo de orgullo para su madre, que nunca le permitió abrir una puerta o realizar un esfuerzo físico que estresara sus músculos y dañara su perfección.
A la esclava Benancia le fue asignada la tarea de masajearlas cada noche con aceite de coco y mantequilla de cacao, lo mismo que sus pies, ‘que eran tan adorables’. Las uñas tampoco eran olvidadas. A estas se les hacía brillar ‘con un poquito de clara de huevo’.
No podía olvidarse rostro y cuello. Mantenerlo con ese color blanco exquisito que sus amigas alababan a voces y envidiaban secretamente requería la constancia de una serie de ritos: lavarse cada mañana con un delicado jabón preparado con almendras y miel de cabra; aplicarse los polvos de cáscara de huevo que la esclava árabe había aprendido a hacer en aquellas tierras exóticas.
Todas las cáscaras de huevo de la casa eran usadas para preparar el especial talco. ‘Primero se les machacaba en una losa de mármol, luego se colaban, secaban al sol, lavaban una y otra vez, hasta producirse ese ‘deslumbrante pastel de blancura, que con un pequeño trozo de franela se aplicaba sobre el rostro y el cuello’.
En las tardes, Doña Pepilla pasaba una hora discutiendo con la esclava antes de decidir cuál de los maravillosos vestidos de sedas y terciopelo traídos de Italia llevaría esa noche a la cena.
‘CHOQUE DE REALIDAD’
Como muchas de las cosas buenas, la vida de costumbres exquisitas y amor por la belleza que sostenía la existencia de Doña Pepilla no duraría para siempre.
Las familias españolas y criollas que residían en el selecto barrio de intramuros de la ciudad de Panamá -como la suya (cuyo nombre real era ‘Josefa de la Sandalia Brájimo de Vallarino’, 1795-1856, de acuerdo con el intelectual panameño Carlos Guevara Mann) resultaron ‘los perdedores’ de la historia del siglo XIX.
Grandes acontecimientos de la vida nacional como la independencia de España, en 1821, la abolición del comercio de esclavos (1823), la creciente concienciación de las masas y su lucha por acceso a la toma de decisiones políticas, darían un vuelco al estilo de vida que imperaba en el pequeño mundo de privilegios de la era colonial.
Así lo recoge Doña Matilde Obarrio de Mallet, nieta de Doña Pepilla, en su libro Bosquejos de la Vida Colonial en Panamá , cuya primera versión fue publicada en inglés, en Nueva York en 1915.
El libro narra como la próspera y feliz comunidad de familias criollas de la colonia, quienes residían en los confines de la ciudad amurallada (donde ‘vivía la nobleza con sus esclavos y afuera vivía la gente’, diría la autora) se ve confrontada con la decadencia y la pobreza, a raíz de las luchas por la libertad, que igualaron a las clases en el mismo nivel.
‘La igualdad y la independencia pusieron al país bajo fuego’, dice la esposa del diplomático inglés Sir Claude Mallet en su obra, que reproduce una serie de relatos escuchados de su madre y otras señoras que reinaron en esa era dorada que se extendió desde la fundación de la nueva ciudad de Panamá (1673), hasta la independencia de España (1821).
La confiscación de las propiedades, el abandono de las familias americanas, la pobreza, la ‘pérdida de su dignidad, su energía y su autorrespeto’ fueron los castigos recibidos por aquellos que no se conformaron con el nuevo estado de cosas y prefirieron mantener su lealtad a la Madre Patria.
‘La generación siguiente cargó con las consecuencias de esta desgracia’, sostiene la autora, que narra cómo las mujeres abandonadas, sin un centavo, se vieron obligadas a ‘aceptar el consuelo de la atención de otros hombres’, porque ‘la pobreza y el infortunio son los seguros asesinos de la moralidad’, reflexiona.
‘Apenas unas pocas familias en Panamá y otras colonias suramericanas permanecieron distintivamente españolas y refinadas, educadas y viriles, como eran sus ancestros’, dice.
De especial interés para Doña Matilde fue la desgracia de Doña Pepilla, quien solo había conocido riquezas y quedó súbitamente miserable y desamparada, tras ser abandonada por todos excepto dos de sus esclavos y verse obligada a barrer ella misma su casa.
‘Las manos que habían sido consideradas demasiado delicadas para mover el pomo de una puerta perdieron su belleza lavando, cocinando, y barriendo, actividad que se convirtió en la obligación casi diaria. No había tiempo para pensar en la cultura de la belleza’, reflexiona la autora, lamentando la pérdida del ‘arte de hacer lociones de tocador, y aun el hábito de usarlas’.
Doña Pepilla se convirtió en la Niña Pepilla y su antigua esclava Benancia en la señora Benancia tras casarse con un soldado español que luego fue nombrado gobernador de una de las provincias. La hija de Benancia también se casó con un don español y ‘así hicieron las hijas de otras Benancias’.
El esclavo Benancio se enlistó con los insurgentes y se convirtió en general. Un día se encontró con su antiguo amo en una calle, y como este no lo saludó con el respeto que creía merecer, usó sus influencias para que se le confiscaran sus propiedades, prosigue el relato.
UN LIBRO IGNORADO
La edición original del libro de Doña Matilde, en Nueva York (1915), de mil ejemplares pagados por ella misma, gozó de relativo éxito entre los estadounidenses que residían en el país, así como en Jamaica, Nueva York y Londres, la ciudad de su esposo.
Varios periódicos y revistas estadounidenses y panameñas, entre ellos el Star Herald , hicieron referencias elogiosas, pero, inicialmente pocos panameños se interesarían por su libro.
‘No creo que lleguen a doce los ejemplares vendidos’, se queja Doña Matilde en una carta a Juan Antonio Susto en 1933, en la que también se lamenta de la poca valoración que se le daba a su esfuerzo por conservar las tradiciones que para ella ‘tenían tanto encanto y temía que se perdiesen’.
POLÍTICAMENTE INCORRECTO
La condescendencia y paternalismo con que Lady Mallet se refiere a sus esclavos y el romanticismo con que exalta las riquezas y la opulencia sustentada sobre la opresión de las clases mayoritarias no resultan apropiadas a la luz de los valores de hoy. No obstante, el libro ha sido destacado como uno de los pocos relatos de la vida colonial del país y su descripción de las costumbres de la época resulta de invaluable interés histórico y no exento de encanto.
Entre las referencias, hay detalles curiosos como la descripción de cómo se cuidaban los dientes en la época.
Lady Mallet cuenta que una de las esclavas de la casa de su abuela, Benancia (la esclava blanca, mucama de la señora y enemiga de Benancio) era la encargada de los palitos de ‘madera de jabón’ y que cada mañana los niños hacían fila delante de ella para que les puliera los dientes.
El desayuno, por ejemplo, era servido por el mayordomo Dionisio, y consistía en café caliente para los amos, leche para los niños, rebanadas de bollo y queso, servidos sobre una rebanada de pan.
La familia se bañaba en el jardín, en dos enormes bañeras de mármol sumergidas en la tierra y ocultas de la vista con hermosas enredaderas. Los esclavos traían el agua del pozo y después arrojaban sobre esta rosas y jazmines para perfumarla.
La cena era un evento formal, para la cual la familia se vestía con sus mejores galas. El amo, que al igual que las mujeres tenía sus pequeñas vanidades, usaba sus mejores ‘chaquetas bordadas, adornadas con botones de turquesa con una pequeña perla en el centro’ y no descuidaba el pañuelo perfumado con esencia de jazmín que Benancia le preparaba.
En las noches, las velas de la casa se encendían y toda la familia y los esclavos favoritos se reunían en la sala de estar. Allí los niños recitaban las últimas piezas de poesía aprendidas; los amigos llegaban; se tocaba el piano, se cantaba la última balada francesaa o recitaba el último poema francés, “con el más puro acento”.
En otras ocasiones, los señores danzaban o se ponía a los esclavos a danzar para diversión de sus amos.
VIDA DE LAS NIÑAS
Interesante resulta la descripción de las expectativas de vida de la mujer, para la que el matrimonio era la única y sola ambición, y que no obstante, resultaba ‘el fin de la diversión’.
En las escuela, las niñas aprendían a tener una hermosa caligrafía, a recitar poesía, hablar francés, tocar el clavicordio, cantar, danzar, bordar. Todos los días recibian lecciones de buenas maneras y respeto a sus mayores. Una vez a la semana recibían una lección de historia, otro día un poquito de geografía. ‘Sumar, restar, multiplicar, dividir, y a los quince años, después de aprender todo esto, era el momento de casarse’.
Una mujer casada que fuera a bailes cuando todavía fuera joven era etiquetada de coqueta. Si se vestía bonito, tal como había hecho antes de su boda, y se sentaba a disfrutar de la brisa del balcón, seguro que estaba animando a algún nuevo admirador.
‘Pobrecita. Solo le quedaba, si quería mantener su reputación, permanecer en casa y mirar por su familia’, dice Lady Mallet.
Si su primer hijo era una mujer, afortunada. Su absoluta reclusión solamente duraría 15 años, porque entonces podría salir con su hija como chaperona. ‘Pero con treinta años, una mujer que era madre de al menos diez hijos era una mujer vieja. Su mundo era su familia’.