04 Apr
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A 30 años del 16 de marzo 1988

Comparto con ustedes lo que no pude decirles por seguridad de quienes estaban luchando en ese momento por terminar con la dictadura militar.

El 27 de noviembre de 1989, regresando de Miami con el legislador Francisco Artola (q. e. p. d.), fuimos secuestrados por unidades del temible G2 de Noriega. Ambos habíamos ido a la OEA a denunciar a la dictadura. Poco importó que en Tocumen nos esperarán representantes diplomáticos de siete países. Bajados por la parte lateral del avión, nos esposaron y colocaron incómodas y hediondas capuchas de fieltro. En un ‘jeep' a toda velocidad, profirieron amenazas de muerte; nos llevaron al G2, frente al cuartel de la avenida A. Enfrentado a mis captores, a quienes no podía ver, insistentemente preguntaron sobre mi papel en el alzamiento del 16 de marzo, que hoy cumple su 30º aniversario.

Comparto con ustedes lo que no pude decirles por seguridad de quienes estaban luchando en ese momento por terminar con la dictadura militar.

En la Democracia Cristiana estábamos conscientes de que, si no trabajábamos a la oficialidad joven de las Fuerzas de Defensa, sería bastante difícil salir de Noriega. Los militares nombraron diferentes enlaces con los políticos. En el PDC, debidamente autorizado por el Comité Político, fui el encargado de reunirme a mediados de 1983 con el mayor Aristides Valdonedo, asistente del G2. Tuve una decena de reuniones con él, suficientes para que se diera cuenta de quiénes éramos los demócratas cristianos, tan satanizados por Noriega. Les interesaba saber si el PDC apoyaría en las elecciones del 84 a su némesis: Arnulfo Arias. Todo se interrumpió cuando en febrero de 1984 el PDC decidió apoyar a Arnulfo, siendo Arias Calderón su segundo vicepresidente. Más nunca supe de Valdonedo, hasta marzo 16 de 1988. También había hecho migas con Fernando Quesada, dada su condición de exlasallista. A través de amigos comunes nos contactábamos. Supe que Noriega increpó a Quesada porque, al morir su madre, le envié un mensaje de condolencias. Quería saber la relación que tenía conmigo. El jefe de la asonada, coronel Leonidas Macías, fue quien mes y medio antes liberó a mi exesposa, cuando fue detenida en una de las protestas civilistas frente al almacén Danté.

En la madrugada del 16 de marzo de 1988 recibí una extraña llamada de mi primo hermano Dicky Domínguez Cochez (q. e. p. d.). No dijo una palabra, pero intuí de inmediato que se trataba de algo relacionado con Quesada. Dicky me recogió a las 5:20 a. m., luego fuimos a buscar al íntimo de Quesada, Chema Toral. Esa madrugada estaba de guardia en la avenida A y ejercitaba en el puente de las Américas. Al toparnos con él, se subió al vehículo y transitamos un rato hasta que me dio las instrucciones de lo que esperaban de mí.

El golpe se daría a las 7 de la mañana para tomar a todos por sorpresa. Macías lideraba el grupo, en el cual se incluían varios mayores como Valdonedo, Milton Castillo, Santiago Fundora (q. e. p. d.), Francisco Álvarez, Jaime Benítez, José María Serrano, Carlos Arjona, Luis Carlos Samudio y otras oficiales, como Humberto Macea y Edgardo Falcón. Me pidió avisara al líder opositor Ricardo Arias Calderón, al nuncio apostólico José Sebastián Laboa; lo hice de inmediato. Isaac Rodríguez, secretario general del sindicato del IHRE, activo en la asonada, movió a sus huestes con vehículos de la entidad para interrumpir el tránsito en la ciudad. Perseguían que el país se enmarcara en una auténtica democracia, donde los militares regresaran a los cuarteles como había prometido el general Torrijos.

Los involucrados quedaron detenidos, ante la ‘lealtad' a Noriega de su compadre el capitán Giroldi, quien ascendido a mayor luego de ese ‘heroico' acto de silenciar la asonada. Los norteamericanos, al tanto de lo que ocurría, a última hora se hicieron los que no sabían nada. Los contactos de Noriega con la CIA fueron más fuertes que las ansias de ponerle fin a un mandato que llevaba al país y a la institución armada al desastre.

El precio que pagaron fue duro. 21 meses encarcelados inhumanamente. Macías casi pierde la vista. A Quesada lo mantuvieron en un cuarto sin luz donde pisaba sus propios excrementos. Toda clase de torturas psicológicas. En reunión con familiares de los detenidos, hasta planeamos su fuga. Serví de correo de ellos para mantenerlos al tanto de lo que ocurría, ya que los tenían totalmente incomunicados. Les hacía unos resúmenes de la realidad nacional, reducidos de tal manera que en la mitad de una mano tenían que leerlos con lupa. La mayoría de ellos fue reincorporada a la Fuerza Pública a su salida de prisión en 21 de diciembre. Lo curioso de estos valientes panameños es que después de 30 años, si bien les cancelaron sus vacaciones y gastos de representación de todos esos años, aún les adeudan los salarios de ese periodo.

Treinta años después, se preguntarán: ¿valió la pena todo ese esfuerzo que, meses después, el 3 de octubre de 1989, ante otra fracasada intentona, fueron fusilados más de una docena de oficiales como ellos, incluyendo al mayor Giroldi? ¿Ha cambiado el sistema político del país como para sentir que en Panamá está asentada una democracia prometida en 1989, donde se respeten los derechos humanos, haya separación de poderes y no exista la magnitud de la corrupción que se palpa? La respuesta a esto es lamentable.

Fuente: Guillermo A. Cochez

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